Un poblado de chabolas levantadas por inmigrantes del sur era El Pozo del Tío Raimundo en los años 50 del siglo pasado, cuando yo llegué se acababan de edificar los primeros bloques de viviendas

Un poblado de chabolas levantadas por inmigrantes del sur era El Pozo del Tío Raimundo en los años 50 del siglo pasado, cuando yo llegué se acababan de edificar los primeros bloques de viviendas

Permitirme que hable de algunas cosas personales. Estos días he leído la noticia de la muerte de José María Díez-Alegría, sacerdote y teólogo rebelde, suspendido por el Vaticano y gran persona sobre todo. Me han venido a la memoria recuerdos muy entrañables de juventud. Le conocí, poco, cuando yo tenía 20 años y trabajaba como administrador en la Escuela de Formación Profesional 1º de mayo, fundada por José María Llanos –otro jesuita rebelde– en el Pozo del Tío Raimundo de Vallecas. Fui de la mano de los abogados Paquita Sauquillo y Jacobo Echevarría, dos grandes personas que siempre se portaron conmigo de forma muy afectuosa y leal y que desde hace más de treinta años no he correspondido a su amistad, por el asalto de la pereza más que nada. También conocí allí al arquitecto Jaime Carvajal y Urquijo, presidente de nuestro Patronato, hombre culto, refinado y buena gente. Díez-Alegría llegó al final de mi estancia, que acabó porque me llevaron a la mili, y fue muy bien recibido porque aquello se iba convirtiendo en una especie de refugio de personajes muy importantes y muy unidos al franquismo (Llanos fue capellán general del Frente de Juventudes falangista y Díez-Alegría de familia con altos cargos militares) y que ahora se enfrentaban de forma resuelta a la dictadura; y además, jesuitas… sacando de quicio a la Iglesia oficial con sus prácticas y prédicas. Conocí a gente muy importante para mi en aquellos momentos y que mi mala cabeza me impide nombrarlos. Conocí a familias que me invitaron a comer en sus chabolas y me trataron con mucho afecto y consideración. Yo era para ellos el «señorito de Madrid».  Creo que me portaba con ellos, encargándoles pequeñas chapuzas que completaban una exigua pensión de invalidez. Y ellos vigilaban cuando utilizaba la «multicopista» para hacer «cosas de fuera», no fuera a ser que viniera la policía que vigilaba asiduamente nuestras instalaciones. Fue una época de gran ilusión y generosidad entre los jóvenes de mi generación y lucho porque me quede aunque sólo sea un gramo de aquella actitud. Ya queda menos gente de aquella época, Díez-Alegría la vivió de forma privilegiada y sacrificada.