Estoy en Madrid, la noche del 5 de mayo. Ceno en un restaurnte gallego. Tengo en la mesa de enfrente a una pareja argentina de unos cincuenta años, o así. Presumen de aprovechar bien el pedido de comida y le insisten al camararo varias veces que los platos son para compartir. Parecen sufridores del «corralito», una especie de tocapelotas que van por la vida pidiendo que la vida solamente gire alrededor suyo. ¡Qué forma más sencilla de acumular frustraciones! La señora, enjuta y con gafas, da una imagen rotunda de organización. Al final ha suspirado ¡qué rico!. Cordero asado y bacalao, con una botella de Ribera de Duero de poca monta, ¡en un restaurante gallego! ¡Hay que mirar maja! El mundo tiene vida propia más allá de ti. No me imagino a esta pareja entregada al desenfreno. ¡Ojalá me equivoque! Por lo menos dormirían mejor y lucirían mejor cara. A lo mejor, ni siquiera son argentinos y son actores dedicándome una representación ¡Jo qué corte!